Estos días me veo luchando contra la imbecilidad ajena, tratando de despegarla de mí, pues la lucha está en mi interior, y soy yo la que sufro en mi propio campo de batalla. El campo es mío, la expresión, no.
Imbecilidad la del que cree que gritando se le escucha más, del que interpela atacando ante un comentario educado; del que lloriquea por el niño «educado» y reprimido de ayer y el adulto infantilizado y consentidor de hoy y que como niño mimado anda molestando siempre que puede para salirse con la suya, ya que el mundo no le deja. La imbecilidad del que cree que puede llamar «reunión de zombies» a un encuentro literario en honor a cinco mujeres escritoras, a saber: Virginia Wolf, Sylvia Plath, Idea Vilariño, Marina Tsviétaieva y Marguerite Duras. Imbécil comentario pese a que hablen de «invocación» y «Más allá de la vida» en el título del encuentro. La imbecilidad del que le dice a un colega «tío, eso es muy bukowski»(sic) y la imbecilidad del que se lo cree.
La imbecilidad desparramada por la vida, en directo, de viva voz, y en las redes, por escrito. Las palabras se las lleva el viento, la estupidez no.
En estos días en que mi sensibilidad aflora peligrosamente y después de acudir a jornadas como las de #fuckpatriarchy donde los ojos se te abren, el ánimo se te enciende y el corazón se te fortalece… el caso es que cada vez constato la existencia de más imbéciles. Sin género, que al final son una construcción. Y ahora que estamos con los preliminares navideños, temo que se me agudice la dolencia.
El que quiera o pueda que se dé por aludido. Imbécil tenía que ser.