Le digo a mi gato que es un triunfador y voy a prepararme la comida.
Mientras, pienso en el concepto de ir, volver, quedarse, resistir, triunfar.
Blanco es un gato alfacinho del barrio de Graça. Vino con nosotros en 2005, con una cadera rota y desde entonces ha vivido como un marqués. Como un marqués sordo, que requiere mayor atención y grita más fuerte que el que no lo es. Salió de la calle para entrar primero en un familia y después en otra.
La primera, portuguesa, le tuvo hasta que pudimos ir a recogerlo a Lisboa aprovechando un viaje a Caldas de Rainha.
Por alguna extraña razón, el verano de 2005 se nos aparecían gatos en todos los lugares: descampados, playas, plazas, en Lisboa, en el Alentejo, en la Sierra da Arrábida. Maullaban, nos rodeaban, nos ronroneaban. Y con pena nos marchábamos, después de algún soborno que otro en forma de lonchas de fiambre.
Las peripecias de nuestro verano gatuno llegó a oídos de nuestra amiga Caterina, que veía más señales que nosotros en aquello, y después del verano decidió guardarnos una cría de una gata de la calle que había parido cerca de su casa. Ella se quedó con su hermana. Que tuvo peor suerte, pues en una de las caídas por el balcón no volvió a a maullar más para contarlo.
Y cuando recogimos a Blanquito en octubre de 2005 ya tenía la cadera rota en su primera caída por aquel balcón.
Lo que supimos más tarde, dos caídas después y tres vidas menos, es que nuestro gato tenía el «síndrome del gato paracaidista». Bastante hilariante pero a la vez preocupante. Yo contaba a mi favor con no haber estado presente ninguna de las veces en que se había precipitado a la calle desde nuestro segundo piso del rastro en Ribera de Curtidores, una, saldada con rasguños y susto y, la otra, con rotura de fémur, operación y doble susto, el emocional y el monetario.
La cuarta vida de Blanco la gastó al precipitarse desde un quinto piso cuando dormía tranquilamente la siesta en el alfeizar de la ventana del salón. El triple susto esta vez comenzó con una vecina llamando al telefonillo y diciendo, para convencerme: «Baja, que aún respira».
Y con esta caída y un saldo de tres vidas sobre siete, mi gato volvía a confirmar su estatus de mimado y privilegiado gato de almohada. Doble préstamo, familiar y del banco, vigilancia dos noches en una clínica de urgencias, con horario restringido de visitas y yo llorando como una magdalena viviendo mi primera culpa. Operación en buena clínica, el mismo cirujano que le operó la cadera, radiografías y electro, ecografía, anestesista. A todo trapo.
Casi no cojea.
Por eso mi gato es un triunfador, porque su vida triunfa sobre la muerte y la calle es solo un origen sin importancia. Habla dos idiomas, tiene piso, cuidadora, y comida y agua fresquita todos los días sobre su plato. Puede elegir entre puf, sofá o cama y va haciendo las posturas del kamasutra siguiendo el giro del sol y sus rayos entrando por la ventana a lo largo del día. Así, todos los días. En algún descuido consigue escapar y se reboza convenientemente dejando su olor en las escaleras, marcando territorio en el portal, por lo que pueda pasar.
Y yo? Yo huí a Portugal en 2011 y dejé aquí todo por hacer para ver si podía continuarlo o comenzarlo allí. Y volví. Y no me quedé. Y tuve éxito? No según los cánones sociales. Y ahora estoy aquí y miro mucho hacia allí, en una suerte de mirada emigrada, un tanto incomprensible, ya que «soy de aquí», de Madrid, y sin embargo hablo de allí, de Lisboa, como si me hubiera dejado alguna parte de mí.
Yo, que emigro al sur del sur. Yo. Que no buscaba la fortuna del emigrante. Y sí la luz de la lengua lusa y el color de los cielos atlánticos y las olas del Mar de Paja. Vine, ví, volví. Y (no) vencí.
Tú apostasté y, cual felino, vives dos vidas en una misma, la lusa y la madrileña. Creas la segunda a diario y revives la primera cuando quieres… Son vivencias, siempre ganas ¿No es eso un triunfo? 😉
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Esa es la ventaja de las que vivimos muchas vidas en una y, al contrario de las felinas, no se agotan, si no que se multiplican las unas a las otras. 🙂
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