No sé lo que me proporciona mayor angustia en una ruptura. Si es la derrota del amor, el fracaso del acercamiento entre dos seres, o el miedo a que ese espacio antes lleno ahora se vacíe, y la irrealidad que provoca no saber qué hacer con los recuerdos. Me ha llegado a obsesionar la pregunta recurrente de a dónde van, cuál es su destino, qué hacer con ellos, dónde guardarlos. ¿Existe, acaso, algún escondrijo capaz de contenerlos?
Tampoco sé que me proporciona mayor angustia, si desmontar el altar en el que allí, sí, residen en forma de fotos y de algún trozo de papel cargado con el peso de lo vivido, topandome con algún libro desubicado, o el proceso de desmontaje del altar interno, ese que se nutre de emociones, y que fue creado sólo para contener la emoción del amor.
Me pierdo si dejo que la mente se entretenga en vericuetos, queriéndome recordar un olor, un tacto, una sensualidad, una voz, un susurro, un despertar, un calor, una espalda, unas manos conteniéndolo todo.
«Y nuestros rostros, breves, en un cajón*». Donde la angustia reside.
*En un brevísimo homenaje a John Berger.