*Título de la columna de opinión de António Lobo Antunes en la revista Visão, 22.02.2019 a las 8h19
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Estás en verdad solo. Los ruidos de la casa han desaparecido. La presencia de los otros ha desaparecido. El tiempo es apenas una aguja que no señala nada o señala mil caminos, lo que es lo mismo. Y el camino no pasa de un vacío lleno de sonidos que torna necesario encontrar el único sonido auténtico, el sonido inicial, tu voz oculta por mil ecos de otro modo indescifrables o aparentemente sin nexo.
A los cinco años mi madre me enseñó a leer y pasadas unas semanas comencé a enseñarme a escribir, trabajo que continúa porque, a veces, soy un alumno difícil para mí mismo y tengo que estar constantemente metiéndome en vereda. Me presento las páginas, respondo
– Aún no está
Y comienzo de nuevo hasta ordenarme
– Vuelve a hacerlo
De forma que vuelvo a la misma frase, enloquecido, furioso con que ser espontáneo dé tanto trabajo como decía Manuel da Fonseca. No trabajo en la quinta o en la décima versión, trabajo para conseguir la primera, la única que interesa y que, a veces, surge después de la octava, otras en medio de la decimoséptima, otras aún, más frecuentes, no surge nunca. Un libro es un milagro extraño, con reglas algunas veces aparentemente contradictorias. O absurdas, o las dos cosas juntas, el éxito y el fracaso siempre indistintos, la solución cuestionable, el resultado aleatorio y la calidad dudosa. Quizás el máximo posible no pase de una satisfacción transitoria: por tanto, relee, relee, relee, vuelve al inicio, empieza de nuevo: trabajas en lo oscuro, a la espera de una pequeña luz que tarda en llegar. Como Hipócrates decía acerca del trabajo del médico, el Arte es largo, la Vida breve, la experiencia engañosa, el juicio difícil y la oportunidad huidiza. Pero, si no fuese así, ¿qué interés tendría? Nada es vulgar, todo es excepcional. Escribe otra vez. Inténtalo de nuevo. Como decía mi amigo Eugenio esto es un oficio de paciencia y el escritor no pasa de un relojero de las emociones, digo yo, intentando hacer coincidir las agujas del alma con las del tiempo. Y el libro una naturaleza muerta de emociones. Sóplale vida, tú. Sóplale todo lo que eres, según la técnica de Dios con el barro inicial. Haz los personajes de una costilla tuya, dales tu tamaño y tu esperanza. E intenta transformar la victoria en una gloriosa derrota. Hasta ahora, en el trabajo en el que estoy, sudado y agobiado, conseguí dos capítulos. Tal vez el primero me sirva de apoyo, tal vez haya comenzado a volar en el segundo. ¿Cómo volar ahora? ¿Cómo darle a esto la dimensión de un hombre? ¿Gloriosas derrotas? Goethe sostenía que no alcanzar era nuestra única grandeza. De forma que la victoria posible es una resplandeciente humillación. Con esto bien presente tal vez puedas continuar. Tal vez el dedo de tu madre te auxilie, apuntando un espacio blanco en el libro de lectura:
– Dime esta frase aquí
de modo que repite en voz alta para ella las palabras que comienzan allí a estar, y surgiendo despacito, una detrás de otra, de la blancura del papel. Sigue avanzando palpando, sigue avanzando. Te espera en la esquina de una página, tropieza, levanta, no pares. Ya tienes el título del libro, los colores, una especie de clima que comienza a serte familiar: es tu rostro de hombre desnudo y desfigurado, el mejor que puedes conseguir es tu rostro vivo y, en él, todos los rostros de tu vida, hasta el último, que solo tendrás cuando no puedas ganarlo porque ya no eres y, al no ser, continúas. Todavía Goethe: el no llegar hace tu verdadera grandeza. Y entonces pide
– Más luz
como hizo él al morir. Pide
– Más luz
mientras te transformas en oscuridades que tienen la forma de tu cuerpo. Después levántate y continúa solo ya que nadie te ayuda. Estás en verdad solo. Los ruidos de la casa han desaparecido. La presencia de los otros ha desaparecido. El tiempo es apenas una aguja que no apunta nada o apunta mil caminos, lo que es lo mismo. Y el camino no pasa de un vacío lleno de sonidos que torna necesario encontrar el único sonido auténtico, el sonido inicial, tu voz oculta por mil ecos de otro modo indescifrables o aparentemente sin nexo. Todo es irreal, todo es misterioso y es necesario transformar ese todo en un hilillo, casi invisible, de agua pura. Un libro no es lo que está escrito en él, es lo que está escrito en ti, un libro es tu sangre a lo largo de las páginas. Tu sangre, tu mirada y tu gesto, como quería Rilke, te has vuelto un pájaro casi mortal de alma, el título que pretendes dar a lo que ahora escribes y encontraste en una elegía de Duino, como un grito de Poeta enterrado en el agua. No como: el grito
(sin el como)
del Poeta enterrado en el agua y, con ese grito usado como bengala en la mano, camina a tu propio encuentro, que es todo aquello que podrás encontrar, o sea una infinita nada con voces. Escúchate. Tropieza en tu sombra y escúchate porque tienes que dejar de escucharte para poder oír. Y entonces las palabras empiezan una a una, a llegar. Nadie desciende vivo de una cruz, a no ser que ya haya nacido. Todavía estás, todavía eres. Tu madre te llama con un libro abierto en las rodillas, ella que explicaba tan bien la forma de enseñar a los hijos a leer. La gente iba y venía y ella continuaba esperando, ella, una muchacha de veintipocos años con todas las palabras de este mundo en el regazo, quietas, listas para correr para ti al aprender sus nombres. Escribir es nombrar apenas, una tentativa de orden del confuso vacío interior, eres tú aproximándote a ti mismo. Digo esto y me ilumino de los ojos verdes de ella, en mi búsqueda entre su sonrisa y el mundo. Ocupaba tan poco espacio y aun así la vida entera le cabía allí dentro. Viniste de allí y es a ese allí que tienes que volver. Di
– Madre
porque ciertamente nunca te fuiste. ¿Verdad?
(Crónica publicada en la revista VISÃO 1354 del 14 de febrero)
Traducción: Aurora Feijoo.
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