Salgo de la peli de Almodóvar y la frase con la que había pensado empezar a escribir ya no cuadra con mi estado de ánimo.
Si ya estaba repleta de nostalgia, no me cabe toda la que me ha (re)creado la película.
Pensaba empezar renovando mis votos de enamoramiento de Asier Etxeandía, ese monstruo de la escena. Ese tipo de planta impresionante. Y bello. A pesar de sus pintas o a lo mejor precisamente por las pintas de su personaje.
Y luego, quizá, podría continuar enamorándome promiscuamente de Banderas. Que nunca me ha gustado especialmente. Pero qué bien está aquí, ahora. Me ha ido engatusando según avanzaba el metraje. Bueno, esa mirada entre avergonzada y sinvergüenza, de niño, del niño que lee al reflejo de la cal de la cueva.
Casi dos horas de nostalgia es mucha nostalgia. Hay temas para entrar y no salir nunca de ellos. Claro que las mujeres casi no aparecen, si acaso la madre. Y me ha tocado especialmente esa historia. (Otra mujer: la cuidadora incondicional). Pero no iba yo a buscar mujeres en este texto, en este rato.
Parece que tocara los hilos que me retuercen por dentro o los temas que me aprietan fuerte el corazón este final de verano. No sé si seré tan vieja como el personaje que interpreta Banderas, Salvador Mallo. Acumulo idéntica nostalgia y me pregunto hoy por mí, por mi cuerpo, y por algunos amores.
Cada calle del centro contiene un recuerdo, un amor, un pasado.
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Adicción y Sabor como capítulos posibles de la biografía ficcionada; el rojo, presente en muebles, jerseys, detalles. El pasado que acaba volviendo en algunos rostros. La música atravesando la vida. El arte, la representación. El amor y el deseo. El primer deseo. La escritura. El corazón abierto, el público. Un lugar para observar la vida. La constatación de estar vivo, escribiendo y, más allá: filmando lo escrito, dándole nueva vida a la vida.
Porque lo que no se cuenta, no se ha vivido, lo que no se escribe, no ha acontecido y lo que no se enseña, nunca ha existido.