Ayer miré por la ventana a las seis de la mañana, que aún no me había ido a dormir, y luego otra vez por la tarde; el día anterior había mirado por la tarde, fijándome en un gato, en los pájaros, en los que pasean perros, en uno que miraba una bolsa junto a la basura. Luego sacó el móvil y siguió. Ya no vienen los que hurgan en la basura buscándose la vida, no sé qué habrá sido de ellos.
Hoy he mirado por la ventana del otro lado, la que da a los vecinos. He comido con el sol en la cara, he observado la ropa tendida un tanto desmañada de la ventana de enfrente y después, para compensar, la ventana me ha regalado otro vecino tendiendo la ropa de forma que me producía una armonía y un placer muy bienvenidos. Cogía una prenda, esta vez una camiseta, y metía los brazos por las mangas, dándole la vuelta. Después estiraba, subía y bajaba de golpe, y ¡pum! sonaba la tela al aire, como a mí me gusta hacer cuando tiendo los paños. Al volver a estirar, la doblaba, se la llevaba a la barbilla a la mitad como asegurando, y ya iba al tendedero. Así con cada camiseta. Y las tendía perfectas, rectas, estiradas, primorosas.
Ayer, o quizá fue anteayer, descubrí que lo que canta en mi ventana es un mirlo. Después, por la tarde, me fijé en el sonido del mirlo y en el de los gorriones, en el arrullo de las palomas, en el vuelo de las marías, como las llama mi madre, planeando gustosas, y vi varias parejas de aves: dos palomas, dos (creo) urracas, caminando tranquilas por la acera, las dos marías, que se lanzaban en picado desde el tejado, y luego aminoraban y planeaban hasta posarse en el suelo. Primero una y la otra la seguía al rato. Observé a las urracas entrar en el ciprés y dejar la cola fuera. Vi a una cotorra mimetizada con sendos árboles: el tono oscuro, de un pino mediterráneo, y el claro, de los brotes casi amarillos de las acacias de paseo. También avisté a un gato rayado, gris y negro, caminar por la acera, espero que no buscara comida, se le veía muy gordo.
A veces cuando miro por la ventana del lado de los vecinos coincido con una vecina que fuma. Nos miramos un momento, no nos decimos nada.
Hoy los aplausos de las ocho me han cogido limpiando el baño. La tarde empleada en limpiar baño y cocina, los aplausos no me salen, he oído un ¡vivaespaña! y no lo he entendido. Por qué, he pensado, nos estamos muriendo, viva qué, no me apetece aplaudir ni decir viva.
Entre todos los ERTES, descubro que hay una empresa de conservas en la que doblan turnos y dan prima extra, y otras de leche que producen más, la gente se lleva de las estanterías las latas (de atún) y la leche de vaca. Yo también compro atún. Leche de vaca, no.
Las noticias hay que dosificarlas, están pasando muchas cosas y todo sucede muy rápido, cada cual se esmera en dar la información que cree adecuada y al final es un exceso de cifras, alertas, cuidados, muertes.
Ha surgido una figura que es la del coronavisillo de balcón, y también la de poli de balcón, y el justiciero. Hay quien cuelga carteles en los portales avisando de infracciones de ciertos vecinos, instando a denunciar. Afortunadamente lo he visto en las redes, en mi portal no hay ganas de poner carteles. Tenemos trabajando a un conductor de la EMT, a una cocinera, y a un técnico de mantenimiento en un hospital. He visto a dos motos con policía municipal patrullando el parque y a una señora con muleta que va paseando al perro. Por las tardes se oye cuando viene el metro, a lo lejos, y se escucha el chirrido al frenar de las ruedas contra los raíles metálicos. Me recuerda a cuando, con once años, nos cambiamos a la casa nueva y se escuchaba en las noches de verano el silbido de los trenes que partían de Chamartín.
Hemos hablado por videollamada y a mi madre se le veía un ojo, a mi padre de la nariz para abajo. Me duele la cadera derecha de no caminar.
Es todo muy extraño.
Un comentario en “26 de marzo: El silencio”