Todo lo que alcances a ver con tus ojos te pertenece, me digo. Aquí está la mano del hombre. Me pregunto: ¿qué vas a hacer?
Quisiera ser pájaro, me digo.
Y me siento como en un escenario en el que van apareciendo señales y en el que los pajaros, el viento y las semillas que vuelan delante de mí estuvieran representando este espectáculo solo para mis ojos.
Y celebran las aves el viento, y hay una que pasa casi rozándome y me siento invitada a volar. Aquí, en este campo de olivos, todo me pertenece. El ser humano es así. Cree que todo gira alrededor de su ombligo.
Y, sin embargo, la sensación de que todo gira sin mí, de que el escarabajo que acaba de pasar sobre mi cabeza mueve sus alas aunque yo no esté, la certeza de las mariposas revoloteando, de la avispa que ahora me molesta siguiendo su curso sin mí. Las chicharras, los molinillos, las espigas y las flores secas. El sonido de la encina sobre todo lo demás. Y yo lo celebro.
Todo esto seguirá sin mí. Ya existió mucho antes. Y, pese a que la mano del hombre está en este paisaje, yo puedo seguir con mi vida, no soy tan importante. Seré rama y estaré quieta para que se posen sobre mí los pájaros. Creo que esa es toda mi intención de hoy. Seguir siendo en el silencio.
En el camino de vuelta, acompañada por un saltamontes de interior turquesa, y mientras paro para espiar a una mariposa violeta, pequeñita, otra más grande, negra y blanca, de formas sinuosas, perfectas, se me posa en el pie derecho.
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