Y, ahora, ¿qué puedo decir sobre mis propias violencias, las que yo he ejercido, las que yo ejerzo? No sobre las que he sufrido y sufro.
Pues que el otro día empecé a escribir para contar un recuerdo infantil de normalización de la violencia y acabé escribiendo sobre otro recuerdo, otra vivencia diferente. Tardé en darme cuenta. Creo que la mente hizo un juego de ocultación tal, que echó capas de olvido durante largas horas. Ahora, ha de formar parte de un nuevo relato.
Resulta que, de pequeña, cuando no estaba jugando a las chapas con mi hermano, al rescate o al escondite, o sufriendo por la caída de las orugas y siendo salvada por un vecino compañero de juegos, ni leyendo, ni haciendo garabatos: estaba jugando «a las mamás» con las vecinitas de abajo. En su casa.
Y lo recuerdo perfectamente: además de alimentar, vestir, desvestir, dar la teta, había algo que no faltaba en esa interacción, en ese simulacro de lo real: había que regañar. No sólo verbalmente, también físicamente. Primero, regañaba pegando en el culo a una muñeca, «por mala», y después, cuando nació la hermana pequeña de mis amiguitas, la que yo no tuve, yo solo tuve y tengo hermanas mayores y hermano mayor, pues tranquilamente pasé a regañar, reconvenir y pegar en el culo a la bebé, que era con la que jugábamos a ser mamás. «Por mala». Lo peor, que yo sentía que se lo merecía. Y que eso era lo que había que hacer. Y yo, me pregunto ¿por qué me dejaban dar azotes en el culo, con saña, a aquella criatura? ¿Aquello se veía normal? Creo que sí.
Afortunadamente, ahora, el castigo físico ya no está bien visto. Antes, tampoco era de recibo, pero se hacía la vista gorda. Menudos bofetones se pegaban en la mesa, en casa, y en el colegio, el borrador, ¡de madera!, y las tizas lanzadas a metros, que si te daban, te dejaban sin ojo, o te rompían la cabeza, y los reglazos, y… todo eso que conocemos tan bien en mi generación de los 70.
Pues bien, yo sitúo esos azotes de niña mala como parte de una cadena, esos golpes reales y metafóricos en el culo, azotes recibidos por mi parte de alguna forma, verbal, física, en su flujo abusón, y que, para descargar a mi vez la violencia recibida, debían ir a parar a otra más pequeña que mi yo de siete años. No es por excusar a esa niña de siete años, o por excusar a la adulta que ahora lo cuenta. Y sí por entenderme, sí por entender todo ese proceso de normalización.
Dolorosa deconstrucción, dolorosa reconstrucción. Obviando la fácil tentación de regodeo en el dolor, o la tan favorecedora culpa judeocristiana, que parece que, con sentirla, ya nos hace ser buenas personas. ¡Al carajo! Alegría al destapar, reconocer y verbalizar. Haciendo hueco al presente. La revisión y la honestidad como el camino posible para entendernos, cuidarnos, y entender y cuidar al otro.
Con liviandad, hacer hueco al presente.
Todo esto me ha venido, recuerdo y reflexión posterior, a colación de este vídeo con Coral Herrera, que he disfrutado mucho viendo y escuchando.