Toda historia se narra para pertenecer.
Cristina Fallarás, Honrarás a tu padre y a tu madre.
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Tengo que escribir esta crónica, tengo que devolver el libro a la biblioteca, no quiero dejar pasar la oportunidad.
Fallarás habla de pertenecer, de pertenencia, de cuando decides pertenecer o no pertenecer. Se refiere a la familia. A la de sangre. ¿Cuántas familias tenemos, cuántas construimos, con cuántas nos identificamos y a cuáles pertenecemos y a cuáles no? ¿A cuáles nos gustaría pertenecer, a cuáles aún no pertenecemos? ¿A cuáles no perteneceremos jamás?
¿Son los grupos de guasap, instagram, facebook, sustitutos, añadidos de familias a las que poder pertenecer? Ayer empleé la palabra familia en un grupo «virtual» al que acudo cada quince días desde junio, al que «pertenezco» desde hace unos meses, y donde me lo paso bien. Tengo otro grupo también cada quince días en el que nos vemos las caras por la pantalla, nos escuchamos las voces, y nos escuchamos el ritmo del corazón, de parte del mundo a parte del mundo, de océano a océano. Donde me encuentro bien. Me hace feliz y me siento orgullosa al pertenecer. Son dos ejemplos de lugares en los que no me agobia estar. Tengo muchos más grupos, claro, virtuales, de algunos ya me marché, en otros, sigo, y no tengo claro por qué.
Permanecer, dejar de permanecer. Icono lagrimilla.
En estos tiempos, en los que prescindir de la «cercanía» con la que te engaña el aparato, la pantalla, es difícil: permanecer o dejar de permanecer, pertenecer o dejar de pertenecer. A esos grupos que ¿nos definen de alguna manera? Contestar o no contestar, recibir respuesta o no recibir respuesta. El nivel de saturación es elevado, elevadísimo, y, mientras escribo a alguien que me importa y pongo imaginariamente, en mi cabeza, las manos como el icono de guasap que dice «por favor», porque ese mensaje sí quiero que me sea respondido, pienso: ¿estoy contribuyendo al ruido? ¿tendrá esta persona la necesidad de recibir algo ahora? ¿algo mío? ¿con qué derecho entro en ese pedazo de pantalla ajeno? ¿qué necesidad es la que me empuja? ¿qué significa esta especie de comunicación en diferido?
Y me pregunto si es posible estar presente, comunicando en presente, intercambiando sensaciones, percibiendo emociones, gestos, mirada, movimiento de las manos, contracción de pupila, arrugar entrecejo, levantar las cejas. Un carraspeo. Un encoger de hombros, una sonrisa, una mirada sostenida, un apretón de manos, una mano posada en el brazo, un roce en la pierna, una aproximación. Un abrazo.
A veces contesto, a veces no contesto, a veces contesto diciendo que ya contestaré. ¿Nunca dejo nada sin contestar? ¿Acaso se sabe cuándo es necesario dejar espacio, sin que se convierta en nada? Y quedan espacios vacíos, huecos por rellenar, silencios.
Y todo se enreda, las palabras, los iconos, una carita haciendo pucheros, otra con una lagrimilla. Un abrazo, unas manos que envían luz, energía, llama, a mis amigas. Hay grupos que me llenan el corazón de alegría. Hay otros que me producen ira, ¿qué hago en ellos? Espera, que cojo un momento el móvil, suelto cualquier excusa, o, mejor ¡sin excusas! Y me salgo.
Red: extendida, extenuada, excedida.
Acabo de escuchar algo en la estancia, se ha producido un sonido como de insecto, he pensado que quizá haya caído un bicho en una tela de araña, en una red que se haya tejido despacio. Y la idea de red me confunde, pues es un tejido que se puede lanzar para que una salte y cuando salte, justo, aparezca ahí debajo para sostener. Pero puede ser también un lugar en que te enredas, te enredas, te enredas, y del que no sales fácilmente…. o del que nunca llegas realmente a salir. Un lugar en el que caes para ser devorada.
Yo, tan protocolaria, tan educada, tan femenina, tan perfectita, ya he desaparecido sin decir adiós, ni un «oye, que os dejo por un tiempo» de algún grupo donde supongo que aún me estarán esperando sentados, me imagino la escena congelada, los rostros en un gesto de lo que estuvieran diciendo en aquel momento cada uno. Qué alivio. Y no es por importancia, porque estar o no estar no cambia nada, hace tiempo que me voy dando cuenta de que mi presencia aquí es como una hoja que roza a algunas otras hojas del árbol al pasar, y que mi labor verdadera está con los gusanos en la tierra, unas veces, y entre la tierra y el cielo, casi siempre, en esa verticalidad, que a veces nos pide ponernos a cuatro patas, y hermanarnos con los seres cuadrúpedos.
Es necesario comprender el ritual, comprender qué hemos venido a hacer aquí. Ha de ser todo más sutil.
La desconexión ansiada, ¿está llegando ya? La conexión a tierra, dejar tanto satélite y enfocar bien, colocar bien los pies a tierra, el cuerpo todo, que si no caemos luego no sabemos cómo es levantarnos. Energía, pero sin botones ni luz de pantalla ni iconos ni vacíos ni silencios expectantes ni simulacros de comunicación. Comunicar hacia dentro, entrar en la espiral tierra, aire, corazón, fuego, dejar que fluya y cargue y conecte. Y la pantalla olvidada por algún rincón.
Tomar tierra. Como cuando, con cuatro añitos, agarré la toma de tierra y me entró la electricidad por los dedos de la mano izquierda, saltó la piel quemada cayendo como hojas en otoño, y también los plomos. Y pasé cien días en un avión y me regalaban las galletas de la merienda, y una señora en bata de hospital abierta por delante, mostrando unas tetas enormes, y yo seguía mi viaje en aquel avión. Y volví a clase, y llevaba el brazo en cabestrillo, la mano vendada, los dedos encogidos, y me preguntaban qué había pasado. Era la primera vez que faltaba.
Y ahí llevo la señal, el recordatorio, de tomar tierra más a menudo, esta vez sin necesidad de electrocutarme. De una forma más sutil. Tomar tierra.