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Hace un año, elegía un trozo de verde cerca de casa, de vuelta de la compra, bajo un abeto enorme, junto a las primeras margaritas de la (casi) primavera. El encierro estaba a punto de empezar.
Últimamente lloro mucho. Junto con las lágrimas, información que sale de las profundidades, muy valiosa para continuar; comprender y seguir; intuir y seguir.
Elegir. Elegir con quién. Los lugares y los vínculos.
Crear el lugar en el quiero estar. Y habitarlo. Crear el lugar en el que quiero estar y habitarlo.
Cada vez las conversaciones se vuelven lo más importante de mis días. Pero las de verdad. En las que se escucha una voz al otro lado. En las que yo también soy la voz que se escucha al otro lado. En las que estoy para el otro, y el otro está para mí. Conversar. Un acto de escucha. Decir, parar, escuchar. Responder. Preguntar. Sonreír.
Y la presencia como acto milagroso que, cuando sucede, el corazón se alegra.
Desactivar perfiles, desinstalar programas, aplicaciones. Dejar espacio. Crearlo. Simplificar. Cada vez más la virtualidad me saca de donde quiero estar. En mí. En mi gente querida. En las personas que puedo abarcar de una vez. Las personas a las que puedo llegar y atender con calidad. Con cierta profundidad y atención.
Y, mientras ejerzo el cuidado: estar en mí. En mi escribir. En mis lecturas. En traducir.
En buscar, crear y compartir la belleza. O en intentarlo, al menos.
Ahí es donde quiero estar.