
Me ubico y desubico -sobre todo, lo segundo, últimamente- con facilidad. Empieza el año y toda promesa es ingenua. Pese a que el año está bien empezado. Sí, voy a decir sí con fuerza a todo lo que es, a todo lo que puede ser, a todo lo que está siendo. Ingenua porque el año comienza en septiembre, tras el verano, y esto es más un continuar que un empezar. El año empieza como empieza el cole. Comprando cuadernos y lápices. Un poco sí, comienza el año en enero, con esa agenda que también comienza y promete espacios en blanco que clasificar, designar, «colorear».
El año habiendo empezado, o retomado, es un reorganizar, recomenzar, replanificar, y esta sensación de cambio perenne y días que comienzan como si nada hubiera ocurrido antes… de cero, eligiendo todo otra vez, la creo mía, la siento mía… pero siento que no soy la única. Ni siquiera consigo describirla bien, llegar a ella. Lo nuevo disfrazado. Lo viejo con traje nuevo. ¿O será completamente nuevo? Quizá sea lo nuevo, desnudo. Desnuda yo, en un peñasco, con el aire en la cara, mirando ese horizonte que pido se ensanche, manteniendo esa mirada que quiero se agrande, aclare e ilumine.
Como animal que gatea, camina, sabiendo que el suelo está, siempre, para acoger el cuerpo que cae, que se inclina, que se equilibra y gira como tentempié, el cuerpo mío que quiere recostarse, respirar, y de tierra alimentarse.
Es cuando el corazón importa. Ay!