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Hoy es el cumpleaños de mi madre, que me enseñó a peinarme, a mirarme en el espejo, a doblar las sábanas de lado a lado, a hacerme moños como Sofía Loren, a mirar y remirar las pinzas y las costuras de las prendas, a acariciar las telas, a captar de un vistazo la caída de los tejidos. A dar puntadas, a enhebrar el hilo, a usar un dedal. A hacer ganchillo y tejer un vestido para la Jesmarín. Un chaleco para la Barriguitas. A escuchar el croc y a quitar el rabito a las judías verdes; a contar las lentejas y a quitar las piedrecillas, retirando semillas y palitos que no correspondían. A mirar. Mi madre me enseñó a mirar. A descubrir las formas y los colores, a descubrir las texturas, con la vista y con el tacto. A describir las flores y contar los pétalos, a descubrir las formas geométricas en un jardín. A contar y sumar de cabeza. A descifrar los tamaños y las correspondencias en la naturaleza de las flores y de las plantas, a contar las hojas, a escrutar un árbol, a hablar con las plantas en sus macetas. Mi madre me enseñó a distinguir los tonos y las formas, a detectar la elegancia y la suavidad, en una forma artificial, en el campo en una forma natural. Me enseñó, con su mirada, a mirar los cuerpos, los pájaros, las montañas, cono obras de arte, como susceptibles de ser rememoradas, representadas, dibujadas, modeladas, coloreadas, descritas: en un lenguaje visual al que las palabras también alcanzan.
Con mi madre discuto sobre el tono de una tela, de una camisa, de una flor. Discutimos sobre la forma o tamaño de cualquier objeto que estemos viendo o recordando, e intentando comprender, describir, descifrar. Con mi madre se me agrandan los ojos, las orejas, se me abre el alma a algún lugar a partir del cual adentrarme en la belleza de las cosas.
Mi madre me enseñó a mirar por la ventana con nostalgia. A mirar ansiosa desde el terraplén las luces en la curva que anunciaban la llegada de mi padre. Me enseñó a temer las cuestas en el coche. En mí se ha quedado aquella parálisis, aquel miedo, al calarse casi vada día el coche conmigo y mi hermano dentro, volviendo del colegio, en la cuesta de Conde de Orgaz. Atravesávamos zonas señoriales, regresando de una escuela de barrio.
Mi madre, junto y frente a mi padre, me enseñó a callar. Me enseñaron primero a hablar, para luego callar. Siempre fue difícil callarme. Mi madre, junto a mi padre, junto a otros adultos de la familia y de fuera de ella, junto a la represión de este país que pasó una guerra, y una Acción Católica, y una posguera, y junto a toda aquella gente que pasó hambre, de ser, de hacer, de estar, de ver, de experimentar… y de comer. Todos ellos me enseñaron a ver el cuerpo, mi cuerpo, como objeto de pecado. (Punto y aparte).
Mis padres me dieron todo, comenzando por la vida. Me dieron una infancia atravesando barrancos, subiendo y bajando caminos de cabras, agarrándome al romero, arrancando tomillo, masticando una espiga, de pantalón corto y sim camiseta. Una vida de campo en fin de semana, veranos, semanasantas, puentes, fiestas. Me dieron el sol y la montaña, la tormenta y el barro, la fuente y la espiga, el romero y la aliaga, la grieta y la sed. El cielo y la tierra. Me dieron un pastor alemán de oreja gacha y su caseta de madera con techo de hojalata. Sultán. Me dieron un abuelo de ojos verdes, de Alcaudete, que sabía de la tierra, de hierbajos y ungüentos. Una abuela pequeñita, de Jaén, que limpiaba y cosía, que escribía cartas y leía las de vuelta a los que no sabían ni leer, ni escribir. Una abuela gallega de nariz prominente que se duchaba con agua fría y que al buscarnos al colegio nos llevaba «paciencias» con sabor a anís.
Me dieron un lenguaje para interpretar la vida. Me dieron lo que soy y lo que tengo. Y ahora. Desentrañar el misterio. Para seguir siendo.