Estos días atrás me venía una sensación extraña, sentía algo así como que estaba «perdiendo la palabra», que no estaba siendo capaz de expresar tanto como estaba viviendo y con tanta intensidad.
Las palabras no llegaban. Cuando las invocaba, queriendo saber qué tenía por dentro, para sacarlo, desaparecían, flotaban. Alejándose como un globo, se hacían pequeñitas. O quizá la que me hacía pequeña era yo. Extendía mi mano y estiraba el brazo, intentando atraparlas, pero… nada. Había menguado, como Alicia. Como el increíble hombre menguante, todo se me hacía grande y extraño, como pasear entre cerillas y bordear la caja, nada preocupantes a escala humana, pero, para mi ser menguante, cerillas como troncos, como gigantes ocupando un espacio donde una gota de agua puede ser un mar bravío imposible de atravesar.
Y ahora la sensación de que esto que escribo lo escribo yo, pero que lo escribe otra. Como si no fuera la misma. Como si esta yo que escribe es una otra diferente a la anterior que yo era antes. Como que no me reconozco del todo en mis palabras. Como si me hubieran cambiado por otra, por dentro.
Y no es que vaya a desaparecer de un momento a otro por el sumidero de una pila de cocina como si me absorbiera un tsunami. La sensación es que he cambiado de tiempo-espacio. El tsunami ya me ha atrapado en su girar. Las coordenadas ya son otras. No hay peligro, simplemente hay otro paisaje ahí fuera, y yo lo transito, sin saber muy bien qué viene lo próximo.
Entonces, la otra que era antes, esa era la que no era yo. Ahora soy yo, la que soy, la que era al principio, siendo yo, ya por fin, otra vez.
Desconocer- reconocer.
No hay lugar para la grieta si no es abriendo el ser a lo que llega.
La vida (re) sonando se abre hueco en los resquicios.
Como brizna de hierba creciendo en el asfalto.